miércoles, 8 de junio de 2011

HAMNET: DISEÑO


En el diseño de HAMNET, he pensado mucho en pantallas como cortinas. Luego anoté que era importante revisar Tragedia Endogonidia, de Castellucci. Olvidé en qué fragmento hay una serie de cortinas en el escenario. Por lo pronto, me topé con este artículo que si bien no es reciente, cuenta bien la historia de Romeo.

Teatro accidentado
DAVID BARBA

"Tragedia endogonidia" es un macroproyecto en marcha de la compañía Societats Raffaello Sanzio, la gran sorpresa teatral europea de los últimos tiempos. "Culturas" la visitó en su taller, cercano a Milán

Romeo Castellucci jamás olvidará la noche en que una facción violenta del movimiento de liberación animal atacó a botellazos a los actores de su compañía en el Piccolo Teatro de Milán. Sobre el escenario, 300 animales de diversas especies formaban parte del reparto de “Le favole di Esopo” (1992). Finalmente, una amenaza de bomba obligó a desalojar la sala. De esta accidentada manera comenzaba para la Societas Raffaello Sanzio (SRS) un revisionismo del teatro para niños que les llevó a meter en camas al público en “Buchettino” (1995) o a construir sobre el escenario un laberinto de 200 metros destinado a perder en él a Hansel y Gretel.

El director de la SRS, compañía que fundó en Cesena –cerca de Bolonia– junto a su hermana Claudia y a su mujer, Chiara Guidi, tampoco olvidará la noche de 1999 en que se representó en París “Voyage au bout de la nuit”, obra que “todavía es una herida abierta en el corazón de la cultura francesa”. A gritos, una mitad del público alternaba acusaciones incompatibles como “habéis traicionado el espíritu de Céline” o “sois una banda de fascistas... como Céline”, en un visceral rechazo a la otra vía de trabajo de la SRS: “La exploración de los textos fundacionales de nuestra cultura”, que ha alumbrado un Hamlet subtitulado “La veemente esteriorità della morte di un molusco”, un Génesis protagonizado por Lucifer, o un “Giulio Cesare” donde el discurso de Marco Antonio lo interpreta un actor traqueotomizado.

En un montaje de Castellucci, el espectador siempre encontrará motivos para el sobresalto: un querubín rubio bañado en leche (“A#02”), un Bruto y un Casio pisándose las frases o un Julio César amorrado a una bombona de helio (“Giulio Cesare”), un Adán anoréxico o una Eva anciana (“Genesi”), cuerpos

esqueléticos, deformes, obesos o enfermos que nos acercan a la muerte. Desde el año 2001, los motivos para el desasosiego no han dejado de crecer, ya que la compañía se halla inmersa en el posiblemente más sonado proyecto escénico del teatro europeo: una gira de diez años con 11 piezas que forman la “Tragedia endogonidia”, mezcla de ciencia, arte contemporáneo y transgresión de todos los códigos teatrales conocidos.

Estrenada ya la “C#01” (por Cesena 2001) y la “A#02” (por Aviñón 2002), estos días se ultima la “B#03” (Berlín 2003) en la nave industrial “okupada” donde, desde 1981, Castellucci da vida a los monstruos de la Societas. La gira les llevará a Bruselas, Bergen, París, Roma, Londres, Estrasburgo y Marsella, para terminar, de nuevo en Cesena, en el 2010. La “Tragedia endogonidia” es un espectáculo sorprendente. De entrada, porque la ausencia del texto supone una apoteosis visual que la convierte en una sucesión de performances como puñetazos. La inmensa fuerza comunicativa de la obra reside en su plasticidad y en la deconstrucción razonada del discurso: en la primera escena, un chivo avanza aleatoriamente sobre una alfombra de letras que describen secuencias de aminoácidos con las que, al azar, construye un texto que posteriormente cantan dos actores. “Tragedia, en griego, significa canto del chivo –explica el director–. Hemos escenificado una venganza del animal, que se reapropia del nombre de la tragedia en su lucha contra el poeta.” Más sorprende aún la segunda parte del título: “Endogonidia, en microbiología, se refiere a seres unicelulares que se dividen continuamente. Es decir, que son virtualmente inmortales”. Si la tragedia acostumbra a concluir con la muerte del héroe, hablar de tragedia “endogonidia” produce un oxímoron: cada nuevo espectáculo fertiliza “endogonídicamente” al siguiente en una cadena sin fin de creación y desarrollo de imágenes demole-doras, como la de unos leotardos colgados con pinzas que, al ser estirados, revientan en sangre. O como la del payaso que, expulsado de la sala, vuelve a entrar por la ventana mientras juguetea con un hígado.

Como es de suponer, esta tragedia carece de héroe. Tampoco tiene coro. Para colmo, Castellucci renuncia a su pilar fundamental: el mito. “No hemos querido utilizar una trama por todos conocida: nuestra potencialidad se centra en el concepto extremadamente contemporáneo del anonimato. Es una tragedia que pertenece a cualquiera, no a un héroe, y ahí reside su universalidad: atraviesa no sólo a todos los hombres, sino también a todas las cosas.” La tragedia se convierte, hoy, en una experiencia que nos impregna de forma invisible, cotidiana. En nuestra cultura ha desaparecido la concepción trágica de la existencia y, con ello, el lenguaje mitológico. Esquilo ha muerto, aunque la Societas no dudó en fagocitarlo en “Orestea, una commedia organica?” (1995). Castellucci no sólo rompe el ya débil hilo que unía la tragedia ática con la sociedad contemporánea, sino que pone en duda cualquier forma de lenguaje. En la “Tragedia endogonidia”, las palabras no comunican: son escupidas por un panel electrónico de aeropuerto. Se distorsionan, pierden el sentido hasta convertirse en un elemento visual más. Justo lo contrario de lo que ocurría en “Giulio Cesare” (1997), donde la verborrea incontrolada de los actores acababa dinamitando la retórica sobre la que se fundamenta el clásico de Shakespeare. “En ‘Tragedia endogonidia’ no son los actores quienes escogen las palabras, como sucedía en ‘Giulio Cesare’, sino que son las palabras las que escogen a los actores.”

También la catarsis, consecuencia necesaria de la tragedia ática, desaparece en una obra donde no hay ninguna posibilidad de liberación. Ya Walter Benjamin advirtió de que la comedia, cuarta parte de las tetralogías griegas, era una forma de escapar de la tragedia. “La catarsis es una invención de Aristóteles, un concepto equiparable a la risa neurótica –aclara Castellucci–; creo que en el teatro no existe posibilidad de catarsis.”

Y es que nos hallamos ante una dramaturgia que no busca analgésicos; no quiere reproducir el mundo, sino proponer otro distinto. No quiere producir iconos, sino que cultiva un teatro iconoclasta y neoplatónico. Por ello, se hace necesaria la implicación del público en el espectáculo. En “Tragedia endogonidia” esta integración se lleva a cabo echando abajo la cuarta pared: el lugar de representación no es un teatro al uso, sino un espacio polivalente. Otras veces, el espectador se integra solo: “Nunca falta quien se levanta a media representación para gritar: ‘¡Esto es una mierda!’” Alfred Jarry estaría orgulloso.

En el teatro de la Societas hay una fuerte ligazón con la infancia: “Creo que nuestra corriente de investigación sobre teatro para niños es la que más miedo causa”. Es una línea destinada no a la infancia, sino a adultos que deben plegarse al texto infantil. Obras como “Buchettino” o “Genesi” descansan casi exclusivamente sobre actores infantiles. De 1995 a 1997, la SRS puso en marcha una muy criticada escuela de teatro infantil a la que se acusaba de corromper a los niños enseñándoles crueldades.

“Obviamente, no era una escuela para niños –aclara Castellucci–, sino con los niños. Nuestra intención no era enseñarles, sino raptarlos para robarles su radicalidad. La imaginación infantil es rotunda: lo absorbe todo, lo quiere todo.” El segundo acto de “Genesi”, titulado “Auschwitz”, mezcla el holocausto con “Alicia en el País de las Maravillas”: “Todas nuestras certezas acerca de la realidad son efímeras, pues provienen del lenguaje. Si tienes la fuerza de un niño que es capaz de rascar la plata del espejo, las palabras se debilitan y regresamos a un animismo infantil”.

En los setenta, el gran dramaturgo y director teatral Carmelo Bene, maestro de Castellucci, se instaló en Cesena: “Recuerdo aún el día en que fui a visitarle. Yo era un crío. Le tenía miedo. Era un ogro, siempre enfadado”. Pero en él halló a su Lewis Carroll y, de su mano, Castellucci cruzó por vez primera el umbral de un teatro para instalarse, definitivamente, al otro lado del espejo.

Fuente: La Vanguardia
Enero 2003

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